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domingo, 1 de marzo de 2015

DON ADRIÁN PIERDE LA FE. (CUENTO)


Aquel anochecer, de rodillas en el reclinatorio, con la cara entre las manos, como fue su costumbre durante tantos años, don Adrián fue consciente, por primera vez, de que había perdido la fe.
Había terminado de  recitar los salmos, el himno y las oraciones del tiempo de vísperas. Todavía el ambiente estaba impregnado con el aroma del incienso de la exposición del Santísimo; había dejado su breviario en el confesionario que tenia a su derecha y un escalofrío le recorrió todo su cuerpo, él pensó que por el relente de la noche de principio del invierno que se colaba por las rendijas de las puertas y las ventanas, ya demasiado viejas de la capilla.
Después no supo decir cuanto tiempo había pasado así, aunque cuando salió a la calle era ya noche cerrada.
Adrián fue lo que se llamaba una vocación tardía. De pequeño no había recibido una educación religiosa al uso. Su familia no era de las que frecuentaban la iglesia como no fuera para los compromisos y las celebraciones sociales. A él le bautizaron por el qué dirían en el pueblo, hizo la primara comunión para no llamar la atención y se confirmó porque también se confirmaba Ernestina.
Luego en el Instituto siguió con ella hasta que ella le dejó porque había encontrado lo que llamó su verdadero amor, pero que realmente se llamaba Javier.
Adrián quedo sumido en una profunda consternación de la que solo pudo salir acudiendo a su confesor de su época de catequesis, quien le recomendó mucha oración y poner su amor en quien nunca le defraudaría.
Y así se decidió. Sus padres consideraron que era un grave error entrar en el seminario, pero tampoco hicieron nada para disuadirle. Adrián siempre había sido un chico dócil, amable y no muy brillante; además la madre naturaleza no le había dotado de belleza física pero sí de elocuencia, aunque ésta no le hubiera servido para convencer a su enamorada, de la que nunca llegó a olvidarse del todo.
El iba para perito mercantil como su padre; en el Seminario le convalidaron varios años de estudios y a los treinta y tantos era ordenado sacerdote por el obispo en la iglesia catedral.
Como era de rigor le mandaron de coadjutor a un pueblo de la sierra con un párroco ya mayor que sin embargo era de ideas más avanzadas que el nuevo curita que durante su época de formación fue forjándose una idea bastante radical de lo que debía ser la moral cristiana.
Sin embargo pronto aprendió a ir acomodándose a las circunstancias y por su carácter afable supo granjearse el aprecio de casi todos. Sobre todo de los niños y de los jóvenes de Acción Católica, cuidando muy bien de que los niños y las niñas siempre guardasen una conveniente separación para salvaguardar la moralidad en sus relaciones. Con las mujeres siempre tuvo una reserva especial y tardó mucho más tiempo en ser capaz de ganarse su aprecio y su confianza.
Organizó un equipo de fútbol, un coro parroquial y se incorporó a la docencia en el colegio para que el párroco pudiese dedicar más tiempo al despacho parroquial.
Tres años después fue ascendido a párroco en un pequeño pueblo cercano y a los cinco, pasó a formar parte del cuerpo de canónigos de la catedral después de un breve periodo al frente de una parroquia de la capital.
El señor obispo se había fijado en él por sus innatas dotes para la oratoria y, ya para entonces, las distintas cofradías se lo rifaban para que hiciese los sermones de los triduos y novenas de sus santos patrones.
Y poco a poco fue aprendiendo a vivir bien. Cuando llegó a formar parte del elitista cuerpo de canónigos catedralicios tuvo que trasladar su residencia al palacio episcopal compartiendo apartamento con dos de sus compañeros, atendidos por unas monjitas que se esmeraban por satisfacer todas sus necesidades materiales.
Por esa época conoció cómo vivía realmente la jerarquía, en un ambiente de confort y abundancia que contrastaba con la vida mucho más austera de los curas de los pueblos, e incluso de las parroquias de la capital.
Este confort y esta molicie de su nueva vida cotidiana le fueron suavizando sus estrictos conceptos morales que había intentado imponer a sus fieles y que él mismo se aplicaba para ser consecuente con su conciencia.
En su vida íntima personal nunca había tenido grandes dilemas de cual debía ser su pauta de conducta. Por su desengaño amoroso se creó una coraza misógina que le ayudó a resistir cualquier tentación de acercamiento a ninguna mujer. Aunque en su época juvenil había tenido algunas experiencias con el sexo femenino, nunca se había planteado cual era realmente su orientación sexual. Cuando en su primer pueblo comenzó su relación con los niños y los jóvenes, sus convicciones morales nunca le permitieron plantearse unas relaciones que pasasen de la admiración afectiva a esos seres inocentes a los que ofrecía siempre un cariño paternal, exento de cualquier maldad.
Fue en la residencia del palacio episcopal. Su vida social se iba limitando considerablemente. Ya no tenía una relación tan directa con los feligreses. Su labor pastoral no pasaba de pronunciar homilías, largas horas de confesionario en la catedral, y su labor como capellán en un convento de clausura de las hermanas clarisas.

Con su familia había perdido prácticamente toda relación desde que murieron sus padres. Sólo sus compañeros de apartamento y las monjitas formaban lo más parecido a lo que podía ser una familia. Al obispo sólo le veía de vez en cuando pero nunca había tenido su confianza.
Don Senén, diez años mayor que él, era uno de los sacerdotes con los que compartía apartamento. Experto en Sagradas Escrituras, filólogo, filósofo y entendido en Arte Sacro, era buen conversador y con él solía mantener largas conversaciones en las que el dogma y la moral solían ser el eje de sus disquisiciones. Una noche, después de tomarse varias copitas de mistela y unos bollitos de aceite que les habían dejado las monjitas en la cocina, don Senén le confesó que hacía ya mucho tiempo que no creía nada de lo que predicaba la Iglesia.
Ante la estupefacción de Adrián le dijo que durante un tiempo mantuvo trato carnal con varias mujeres pero que había llegado a la conclusión de que su verdadera opción sexual eran los hombres, y que desde entonces, había tenido distintas parejas que llenaban sus necesidades afectivas.   
Adrián que nunca se había atrevido a cuestionarse sus planteamientos religiosos ni los dogmas católicos, escuchaba atónito como su viejo compañero iba desmontando las creencias de la fe, enfrentándolos con los argumentos de la razón; para terminar confesando que no había sido valiente para obrar en consecuencia y que había decidido seguir con esa vida plácida que le brindaba la vida religiosa.
Para Adrián esta revelación fue mucho más traumática que su desengaño amoroso. No era capaz de rebatir los argumentos de su amigo, pero no podía admitir que hubiera vivido en un tremendo error durante toda su vida y que todos los fundamentos de su vida se desmoronasen definitivamente.

Al salir de la capilla y mientras llegaba, casi aterido de frío a su residencia, hizo un recorrido por lo que había sido su vida y no encontró nada coherente que justificase su existencia. Pero, como su amigo Senen, tampoco iba a ser valiente, y supo que continuaría con sus sermones, su confesionario y sus oficios, para el resto de su triste, muy triste,  vida.

lunes, 20 de octubre de 2014

"LOS DORADOS OCASOS DE DRESDE". UNA NOVELA DE RAFAÉL MONTES LÓPEZ


"Los Pappenheim son, desde hace varias generaciones, una rica familia de industriales de la ciudad de Dresde, en Alemania. Poseen una enorme industria siderúrgica, Siderurgias Pappenheim, y varias propiedades inmobiliarias, entre las que destaca un castillo en las cercanías de la ciudad; son propietarios, también, de una de las mejores colecciones de pintura de Alemania, reunida por varios miembros de la familia de distintas generaciones". 

Esta es la trama de la novela que nuestro paisano Rafaél Montes López ha escrito en esta novela que lleva por título "LOS DORADOS OCASOS DE DRESDE" y recoge las aventuras de esta familia en los difíciles años 30 en la Alemania donde Hitler se hace con el poder.
Tiene 260 páginas y se puede adquirir en su   Versión Kindle al precio de 3,03 Euros en la tienda Kindle de Amazon.



Una obra a la que el autor ha dedicado tiempo y esfuerzo y  que ha conseguido una historia atractiva , que un lector la recomienda así: "Leyéndola sientes la terrible sensación de que cuando un pueblo está en graves dificultadas, surgen inevitablemente movimientos totalitarios, que enarbolando la bandera de la salvación de la patria someten en primer lugar a su propio pueblo a un régimen de represión de cualquier oposición y buscan culpables de todos los problemas propios en otras razas o en otros países a los que lógicamente hay que eliminar y destruir u ocupar".

Junto a mi felicitación, mi ánimo para seguir en este camino literario. Enhorabuena, Rafa.

jueves, 9 de mayo de 2013

DOS REGALOS DE CUMPLEAÑOS DEL EREMITA

Con motivo del quinto cumpleaños del Eremita, he pensado dejaros este nuevo librito de cuentos. Se trata de "HISTORIAS DE MISTERIO PARA DORMIR LA SIESTA" que dice en su prólogo:


"Hay muchos métodos para conciliar el sueño. Para mí, el más efectivo es sentarme delante de la televisión, después de comer, y conectar con una retransmisión de ciclismo; el único problema es que sólo hay ciclismo en verano y en invierno tengo más problemas para dormir la siesta.
Como es posible que este problema mío pueda ser también el de otros muchos, he pensado editar este pequeña libro digital, con varias historias de intriga, que faltando el ciclismo, bien pueden servir para ayudarnos a conciliar el sueño a la hora de la siesta.
Son tres cuentos que se centran en la investigación policiaca y en los tres se ha cometido un crimen. Posiblemente hay un cuarto crimen, el que yo me haya atrevido con un género tan difícil y tan manido en la literatura, en el teatro, en el cine y en las series televisivas.
Os advierto, aunque vosotros mismos lo vais a advertir inmediatamente que en todas estas historias se echa en falta la fina intuición de un buen guionista profesional, pero ¿qué le vamos a hacer?; en esa situación de crisis global, a un pobre escritor jubilado no le queda presupuesto para pagar a un guionista, aunque me han dicho que últimamente hay muchos becarios que no cobran demasiado.
Que tengan unos felices sueños en las siestas de estos días, mientras leen el libro".
Lo podéis encontrar en el apartado "MIS LIBROS DE FICCIÓN" en el margen izquierdo de la página. Espero que os guste mi regalo.



Y también el catálogo de mi pintura, que he titulado "POLITÉCNICA", en el que se puede conocer toda mi producción artística, compuesta de pintura, dibujo, diseño, etc.


Está en la margen izquierda del blog con el epígrafe: "EL CATÁLOGO DE MI PINTURA".

viernes, 25 de enero de 2013

UN ENCUENTRO INSÓLITO.

Os voy a contar un cuento.Con la aclaración que ha sido premiado con el primer premio en un concurso de relatos cortos al que me presenté. Espero que os guste.



UN ENCUENTRO INSÓLITO.

A ciertas edades aumenta la presión arterial sistólica y hay que procurar no sobresaltarse con nada. Os voy a contar lo que me pasó.

Cuando me levanté aquella mañana hacía un día espléndido. Era primavera, los cielos se habían pintado con unas irreales nubes esponjosas como si se estuviera preparando el telón de fondo para un decorado naif, los árboles susurraban al compás de una brisa silenciosa y las flores de los jardines parecían dibujadas por las manos caprichosas de un pintor primitivista.

Dije a mi mujer que me apetecía dar un paseo y sin saber cómo estaba en la línea uno del metro con dirección a Sol. Puede ser que mi subconsciente me hubiese llevado allí por las noticias que todas las cadenas de televisión estaban dando desde hacía unos días. La Puerta del Sol de Madrid estaba ocupada por el movimiento 15M.



Salí frente a la calle Carretas, no circulaban los taxis ni los autobuses. La calzada y parte de las aceras estaban tomadas por una marabunta de personajes extraños y poco habituales por allí. No estaban ni los paletos, ni los emigrantes, ni las busconas de siempre; en su lugar, mucho melenudo, mucho hippy, varios jóvenes con megáfonos recomendando orden y respeto y algún que otro “perroflauta” con la vigilancia distante de las fuerzas de orden público. Circulando por el poco espacio que había libre en las aceras, mucho curioso, algunos turistas haciendo fotos y los reporteros de las televisiones preparando alguna entrevista.

Cuando llegué al monumento del oso y el madroño, me llamó pero, al principio, no le conocí.

-¡Eh, Benito! ¿No me conoces? ¡Soy Sigerico… sí, el del instituto!

Sinceramente no me acordaba de su cara, pero lo de Sigerico me hizo recordar.
Habíamos coincidido en los dos últimos cursos, y después le perdí el rastro. Luego, creo que coincidimos en una reunión de antiguos alumnos.

-Pero, coño, Sigerico. ¡Cuánto tiempo sin verte!

- Sí, es que me morí hace tres años.

- Chico, pues no sabes lo que lo siento. No me había enterado…

- No tiene importancia. Es que como me morí en verano, mi familia no quiso avisar a nadie para no fastidiar las vacaciones, y aunque salí en el obituario del País, no se enteró casi nadie.

Yo, la verdad, no tenía mucha experiencia en eso de encontrarme con amigos muertos, por lo que me quedé un poco parado. Él, que debía estar acostumbrado a esta clase de encuentros, no se ofendió. Yo para salir del paso, le dije que estaba ligeramente pálido, y que había notado algo raro en su aspecto.

- Sí, claro, es que este cuerpo no es de carne; es de una mezcla de látex y poliéster… mira, ¡toca, toca…!

A mí me daba un poco de reparo tocarle, pero para no importunarle, le toqué en el brazo, y efectivamente, el tacto era como cuando se toca una pierna ortopédica, aunque un poco más blanda, se veía que era un poliéster de buena calidad.

- Hay que tener cuidado, porque es muy inflamable, pero se va a gusto en él.

- Yo, Sigerico, le confesé, no había coincidido con nadie que hubiese muerto, y ahora que te tengo a ti, me gustaría hacerte algunas preguntas…

- No te cortes, Benito, para eso estamos…

- ¿Y qué tal te va por…"allí"…?

- ¿Pues qué quieres que te diga…? Un poco decepcionado. (Hizo una pausa, como para darse importancia, y continuó) Yo había oído, como me figuro que tú, lo del cielo y lo del infierno… Pues nada. Todo, mentira. Aquello es mucho más prosaico y más aburrido. Es como una especie de campo de fútbol inmenso, con techo, en el que las almas planeamos a nuestro antojo. Como no hay cuerpos, allí hay espacio suficiente para todos. Sólo hay que procurar no tropezar con los despistados, porque hay algunos que van como locos, y luego pasa lo que pasa. Lo del techo es para que nadie se escape sin permiso, y es que lo de las salidas, allí está muy serio.

- ¿Y este cuerpo?

- No, este cuerpo es sólo para salir. Tardan unos dos años en hacértelo y entonces, una vez al mes puedes volver al mundo, a darte una vuelta. A donde quieras. Yo ya he estado en Estambul, en El Cairo, en Nueva York, el mes pasado estuve en Tokio, y el mes que viene tengo pensado darme una vuelta por Benidorm, que con el buen tiempo ya estará muy animado. Hoy he venido a Madrid porque esto del 15 M no veas lo que está dando que hablar por allí.

- ¿Y puedes ir donde quieras? Le corté yo.

- Donde quiera, donde quiera, no. No puedo visitar a mis familiares y amigos íntimos por aquello de que podría darles un susto de muerte. A los conocidos como tú, sí; aunque te aconsejo que no se lo digas a nadie, más que nada, para que no piensen que estás loco…

- ¿Y qué haces durante el resto del tiempo?

-  Pues allí se vive mucho de los recuerdos. Cuando llegas te dan una especie de “iPad” en el que está grabada tu vida, con todo lujo de detalles. Puedes ver a tus padres, la primera comunión, el colegio, el instituto… Por eso te he reconocido enseguida, es que el otro día estuvo repasando esos años…También suelo ver con frecuencia cuando empecé con mi primera novia… en fin, todo. Pero si te soy sincero, es un poco aburrido…
-           
¿Y de la actualidad, estáis al corriente?

- Sí, por supuesto. Podemos ver todos los canales del televisión del mundo; cuando te mueres ya entiendes todos los idiomas, eso sinceramente, es una ventaja. Además tenemos un canal privado en el que podemos ver a nuestra familia…

- ¿Eso sí que es una buena cosa, no?

- ¿Pues qué quieres que te diga? En principio, sí. He conocido a mis dos nietos que son una preciosidad, pero… ¿Tu conociste a mi Mari Pili? Sí, mi mujer… Pues un putón. No pasaron ni dos meses y ya estaba liada con el vecino… Que me digo yo, si tardó tan poco en acostarse con él, a lo mejor ya estaban liados cuando yo vivía… Pero eso aún no lo he logrado averiguar, a pesar de haber revisado detenidamente en el video todos los encuentros que tuvimos con él antes de morirme… ¡La muy guarra le mete en mi propia cama y tiene la desfachatez de asegurar que él lo hace mejor que yo!

-Lo que tienes que hacer, le dije yo, es olvidarte de ella de una vez, que por lo que me dices, no te merece… ¿Y allí no tienes ningún ligue?

- Hombre, lo que nosotros entendíamos por ligue, no. Allí es distinto; como no hay cuerpos, eso de los sexos tiene menos importancia. Tú sabes que yo siempre fui muy machote y algo mujeriego, pues ahora estoy colado por el alma de un chico de Lugo que es simpatiquísimo y cuenta unos dichos de su tierra que te partes de risa. En cambio para salir, me suele acompañar una jovencita de Burdeos que tiene un cuerpo de infarto, aunque sea de poliéster, claro. Hoy no ha venido porque ha ido a darse una vuelta por París porque siente añoranza. A ver si la próxima vez coincidimos y te la presento.

- Oye, dije yo, y hay muchos como tú por aquí.

- Muchísimos… aquel del sombrero de cuadros que está saludando a la señora gorda con el vestido de flores, es de allí. Yo le conozco porque solemos coincidir cuando me doy una vuelta por Madrid… Y la señorita que se está tomando una coca cola en aquel bar… y el señor con bigote y gafas negras… en fin, muchos… Y eso que sólo podemos salir una vez al mes, que si no, esto se pondría imposible…

Yo me sentía un poco nervioso hablando con Sigerico, porque uno es muy mirado y pensaba que si me veía algún conocido, cómo le iba a explicar que mi amigo del instituto realmente estaba muerto.


- No te preocupes, me dijo Sigerico, que como ya sólo era espíritu podía leer el pensamiento; si esto de hablar con los muertos es muy corriente. No te digo más que hasta hay clubs privados en los que se reúnen para contar los contactos que consiguen. Porque, si tienes un poco de experiencia, es muy fácil reconocernos. Fíjate bien, el pelo es sintético, la dentadura es demasiado perfecta, el color de la piel no está totalmente conseguido, y si además nos tocas, ya no hay ninguna duda. Yo procuro no montar en metro, porque en alguna ocasión he sentido que me palpaban y estoy seguro que era alguno que quería comprobar si era de los muertos.

Me tuve que despedir porque había prometido a mi mujer que volvería pronto, y como no está acostumbrada a mis salidas, se preocupa mucho si me retraso.

Nos despedimos. Yo no sabía si darle un abrazo o estrecharle la mano. Él se adelantó y me abrazó efusivamente.

-No veas lo que me he alegrado de charlar un rato contigo; ha sido muy agradable recordar los tiempos juveniles… A ver si volvemos a coincidir…

- Adiós, Sigerico, yo también me he alegrado mucho de verte.

No se lo había contado a nadie, hasta hoy.

jueves, 25 de octubre de 2012

SIN NADA (Cuento triste)



Hoy os quiero contar un cuento. Es algo triste y largo para lo que es una entrada del blog. Pero me ha parecido más interesante publicarlo de una sola vez, y no hacerlo en varios capítulos. Espero que os guste, si alguno se decide a leerlo completo. Lo he titulado: 
SIN NADA


A Fermín se le fue durmiendo la cordura, poco a poco,  en aquel banco de la plaza. Por las mañanas, su memoria no alcanzaba más allá del estridente silbido del tren y la visión de largos raíles que se iban juntando en la lejanía, a una velocidad mareante, desde la ventanilla de aquel vagón, al final de un tren de mercancías.

Ya demasiado lejos, algunas imágenes indescifrables que volvían una y otra vez a su mente perturbada sin que lograra ordenarlas, siquiera, con un mínimo de congruencia. Un portafolios con remaches dorados y una letra , efe mayúscula, también de metal dorado. Un niño con pantalones cortos sentado en la acera de una calle, junto a la puerta de una panadería. La campanas de una iglesia con sonido de pétalos de rosa y lluvias de arroz que, de pronto, se tornaban pesadas y profundas como losas de mármol. Batas blancas y olor a desinfectante y nubes que corrían enloquecidas por el cielo hasta perderse en el horizonte. Y un puchero. 

El pelo cortado a trasquilones y la barba cerril que le cubría casi todo el rostro. Se acercó a la fuente, mojó su mano derecha, se restregó los ojos y después se humedeció los cabellos sin utilizar ningún peine. Se acercó de nuevo al banco y de una bolsa azul de plástico en la que apenas si aún se distinguía la marca de una agencia de viajes, sacó un mendrugo de pan, que mojó en el agua que rebosaba el pilón de la fuente, y empezó a mordisquearlo con los ojos perdidos en la bruma de aquella mañana de finales de la primavera.

No eran más de las seis y media y le había despertado, sin duda, el relente matinal que hoy se había adelantado a las primeras luces del sol. Había dormido totalmente vestido y cubierto por una manta descolorida, que después de terminar su desayuno, lió y ató con un cordel, para colgarla sobre su hombro. Además de la bolsa y la manta, todo su ajuar se completaba con un puchero de barro, ennegrecido por el humo y por la mínima limpieza, que se colgó a la cintura, metiendo el asa por la correa de sus pantalones.

Aquella mañana deambuló perdido por la ciudad que empezaba a despertarse, ante la indiferencia de la mayoría y la repulsa de los que se cruzaban con él más cerca. Cuando llegó, ya no se acordaba cuando,  le pareció que era un buen sitio para vivir. Muchos parques, plazas amplias, bancos con respaldo de madera, jardines cuidados y muchas iglesias, donde montar su puesto de trabajo, como a él le gustaba llamar al sitio donde mendigar.

A la caída de la tarde, solía aprovechar la salida de la misa de las ocho y , ahora recordándolo, palpó en el bolsillo las monedas que había recogido: cuatro euros y cuarenta y ocho céntimos.

Buscó el mercado. Ya los fruteros habían sacado los desperdicios y entre los cajones abandonas en el muelle de carga, encontró dos manzanas y un plátano bastante aprovechables. Mientras se comía una de las manzanas, guardó en la bolsa unas hojas de acelgas, unos cogollos de coliflor y cuatro patatas pequeñas que rebuscó entre los desechos abandonados.


Levantó la tapa del contenedor donde en letras, grandes y negras, se podía leer “Poyería”. No le importaba demasiado el edor que desprendía y con un palo fue removiendo los despojos. Unas higadillas sin limpiar, varias patas de pollo, y tres cabezas fueron su cosecha. Sacó una bolsa de plástico que, posiblemente, alguna vez fue trasparente y guardó su “compra”. 

Disputó a una rata una barra casi entera de pan, entre la basura de la tahona, y guardó todas sus adquisiciones en su bolsa-despensa que antes debió de servir como bolsa de de viaje a algún turista que la dejó abandonada en un rincón de la estación. También llevaba siempre un bolsa de sal, una cuchara y un tenedor que había robado en una cafetería de carretera, una gran navaja plegable, que utilizaba como utensilio culinario o arma defensiva, según las necesidades, y una caja de cerillas.

Con sus ahorros pudo comprar un tetrabrik de vino tinto y un paquete de cigarrillos negros. Nunca había fumado demasiado, incluso, era posible, que antes no fumase, pero se entretenía haciendo volutas redondas de humo, y era lo único que le calmaba cuando su mente se embarcaba en aquellos locos viajes sin destino, que le hacían tan agresivo.
No le gustaba hablar con nadie. Los otros mendigos le temían o, al menos, procuraban esquivarle, aunque a todos les consumía la curiosidad, por saber algo de él. Tardaron tiempo en saber su nombre y le llamaban “el Pucheros”. Mucho después supieron lo de Fermín, y lo antepusieron al mote. A nadie le preocupó saber su apellido.

A media mañana, todos los días, iniciaba el rito de hacer la comida. Porque Fermín se hacía la comida. En el hueco de una escalera, en la parte menos transitada del parque, cerca del matadero municipal, tenía su residencia de invierno; que utilizaba también como despensa y cocina durante todo el año. Allí, escondido entre cartones y tablas, guardaba una botella de aceite, los restos de las provisiones que le sobraban del día anterior, y algunos frascos de cristal, la mayoría vacios, en los que habían restos de legumbres que utilizaba cuando no encontraba nada en la basura.

Todo el mundo sabía que aquello era del “Pucheros” y nadie se atrevía a tocarlo. Por otra parte, el olor pestilente que salía de aquel rincon era suficiente motivo disuasorio para que nadie se acercara a tocarlo. Tan sólo se veía, de vez en cuando, alguna rata, que a poco que se descuidase, podía a entrar a formar parte del menú del día.

Era frecuente que los compañeros de Fermín se acercasen por allí a la hora de comer, con la vana esperanza de recibir una invitación. Tan sólo “El recaditos” y “El pelos” lo habían conseguido en dos o tres ocasiones. Y bien que presumían de ello.

- ¡Oye, mucho mejor que la comida del albergue!

- ¡Su cocido es de lo mejorcito que yo he comido..!


Sacó las tres piedras que usaba como trévede, y puso varios trozos de cartones y papel de periódico entre ellas, encendió una cerilla y empezó a encender la lumbre de su fogón improvisado. Puso encima unos trozos de tabla y varios trozos de ramas secas que había guardado de cuando podaron los árboles del parque, y mientras prendía la lumbre se acercó a la fuente del centro del parque para llenar de agua su puchero.

Lo colocó entre las tres piedras, y empezó a pelar las patatas que iban a ser la base del guiso del día. 

Apenas si había empezado cuando recibió una visita inesperada. Eran el cabo “Ricitos” y el guardia “Matute”. Bueno, la verdad es que el “Ricitos” no era cabo y realmente se llamaba Eulogio Matesanz, pero le gustaba presumir y tenía el pelo rizado, y de ahí el mote por el que era conocido, incluso, en la Comisaría.

- “Pucheros”, no queremos verte más por aquí... así que, vete recogiendo todos tus bártulos, y desaparece para siempre...

Mientras el “cabo Ricitos” le soltaba su misiva, Fermín, sentado en el borde de la escalera, dejó de pelar la patata que tenía en su mano izquierda, levantó la cabeza hacia el guardia, y sin decir una sóla palabra, apretó la navaja con su mano derecha y clavó sus ojos amenzantes en los de su interlocutor, en una clara actitud desafiante. Agachó de nuevo la vista hacia el suelo y continuó pelando la patata con parsimonia, sin articular ni una sola palabra.

- Vamos, Fermín, no nos causes más problemas... mañana no te queremos ver por aquí... si no, tendremos que avisar a los de Servicios Sociales...

Fermín no se inmutó, ni miró,  siquiera, al guardia Matute, que agarró, conciliador, el brazo de su compañero que había hecho ademán de acercarse al mendigo.

- ¡Mañana no te queremos ver por aquí!

Posiblemente recibieron nuevas instrucciones de la comisaría, pero no volvieron a molestarle, por lo menos,  en las semanas siguientes.

La escena había sido presenciada desde lejos, escondidos detrás de unos matorrales, por el “Pelos” y el “Recaditos”, que se encargaron de magnificar la actitud del “Pucheros”, lo que hacía que su fama fuese alcanzando la cima del prestigio entre sus compañeros.

- Y él, ni se inmutó... Le miró fijamente, le enseñó la navaja...

- ¡Y se cagó por las patas abajo!

- Vamos, que le acojonó al cabrón del “Ricitos”...

- Y menos mal que estaba el “Matute” que le detuvo, que si no, le raja...
- ¡Vaya si le raja!

El caso es que éste fue uno más de los méritos que se asignó a “el Pucheros” a la hora de escoger turno en la puerta de la Iglesia de San Eulogio, para pedir limosna. Fermín eligió de siete a ocho los días de diario y de doce a una los domingos y festivos. 

La Iglesia de San Eulogio era la mejor situada de toda la ciudad y además era la parroquia principal donde estaba ubicado el arcipreste. El pórtico de estilo gótico tardío, tenía una amplia escalinata donde sentarse. Fermín se colocaba en el tercer o cuarto escalón; de esta manera, los que subían no podían pasar de largo, so pena de tener que aguantar la intimidadora mirada del pordiosero que raramente eran capaces de mantener y, casi siempre, optaban por echar unas monedas en el trapo que usaba como limosnero. 

Nunca daba las gracias y si alguno osaba no pagar el “tributo” tenía que sufrir su inquietante mirada durante días, porque nunca olvidaba la cara de uno que no le hubiese dado limosna.

Cuando no había ninguna ceremonia religiosa, se apostaba en la acera, al pie de la escalinata, y allí acechava a sus “víctimas” desde que se acercaban a cinco o seis metros. Si el transeúnte cometía el error de mirarle a los ojos, ya no sería capaz de pasar de largo, y como encantado por el hechizo de una serpiente, claudicaba irremediablemente y depositaba sus monedas a los pies de Fermín.

El lugar era privilegiado, porque además de la Iglesia, tenía enfrente dos paradas de autobuses urbanos,  era una zona de paso muy concurrida  y no tenía ninguna tienda a menos de veinte metros. Todos sabían que nunca era recomendable ponerse a pedir cerca de los comercios; los dueños les hacían la vida imposible porque molestaban a sus clientes.


Posiblemente, el único que se atrevía a dirigirle la palabra era don Cosme.

- ¿Qué tal, cómo llevas hoy la tarde?

- Aquí, haciendo un favor a tus feligreses.

- Querrás decir, pidiendo el favor a mis feligreses...

- ¡Lo que digo, es lo que digo..! o ¿es que piensas que no sé lo que digo? ¿Tu te crees que yo soy tonto o que estoy loco? ¿Eh? ¡Dime... dímelo tú!

- No te pongas así Fermín, tu sabes que yo te aprecio y que no pienso que seas tonto, pero no entiendo lo que me quieres decir, ¿me lo puedes explicar?

- Pues muy fácil... Tu dices a tu gente que tiene que ser buena y que tienen que ayudar a los pobres... ellos, con esas miserables monedas que me tiran se justifican y ya pueden irse a sus casas con las conciencias tranquilas... les sale demasiado barato comprar su pasaporte al cielo... ¿Que, les hago un favor o no se lo hago, cura?

Don Cosme era un cura anciano y menudo, de los que casi ya no quedaban. Siempre usaba sotana y era una estampa anacrónica en aquella moderna ciudad. En tiempos fue el párroco arcipreste, pero ahora sólo ayudaba diciendo misas y confesando a las pocas viejas que se acercaban al confesionario. Todo el mundo le llamaba de usted, menos Fermín; y eso no lo había terminado de asimilar del todo. Buscó en sus bolsillo, sacó una moneda de un euro y se la puso en la mano del mendigo.

-  Toma, Fermín. Un adelanto a cuenta de mi pasaporte para el paraíso. 

Tampoco a él le dió las gracias, y el cura subió con parsimonia las escaleras de la iglesia, con la sensación desagradable que siempre le producían estos encuentros.

- Este puñetero, siempre sabe lo que decir para molestar... Pensó, mientras mojaba la puntas de sus dedos en la pila del agua bendita para hacer la señal de la cruz. 

Cuando, hace uno meses,  llegó Fermín por allí, se ocupó en gestionarle una plaza para que durmiese en el albergue municipal y darle unos vales para el comedor de cáritas, pero se negó rotundamente a aceptar ninguna de las dos posibilidades. Supo, por unas gestiones que hizo en el ambulatorio de la Seguridad Social,  que padecía un tipo de esquizofrenia hereditaria, que se le había agudizado por la muerte de su esposa. Llegó a desempeñar un cargo de responsabilidad en una empresa participada por el gobierno autonómico, pero con la desgraciada muerte de su mujer se hundieron todos los soportes que le habían mantenido integrado en la sociedad. Calló en una gran depresión, le internaron en una clínica de donde se escapó y los pocos familiares que le quedaba terminaron por dejarlo por imposible, ante su negativa a someterse a ningún tratamiento. 

La esquizofrenia se fue agudizando por la falta de higiene y la deficiente alimentación, que también influyó en los cada vez más frecuentes ataques de violencia y en una creciente demencia senil.

Poco a poco, Fermín el “Pucheros” había empezado a formar parte del paisaje urbano de la ciudad.

Eran las siete y veinticinco, y aunque faltaba más de media hora para que le relevasen a la puerta de la iglesia, y todavía no habían salido los de la misa de siete, pensó que con lo que le había dado el cura ya tenía suficiente para los gastos del día siguiente.

Se levantó y empezó a recoger todos sus bártulos. Estaba de espaldas a la calle y cuando se fue a volver para bajar las escaleras, casi se lleva por delante al padre Julían. 

- ¿Estas ciego o qué? ¡No ves que casi me tiras! ¡Más valía que te lavases un poco, que buena falta te hace!

El padre Julián era un curita joven, siempre muy aseado, que vestía, generalmente, sueters de cuello alto. No podía disimular el desagrado que sentía hacía Fermín y, lógicamente, la respulsa era recíproca. Nunca le había dado una limosna y, posiblemente, era la primera vez que le había dirigido la palabra. 

Contrariamente a lo que en él era normal, Fermín no le replicó y se le quedó mirando mientras terminaba de subir las escaleras y relataba, entre dientes, algo sobre que llegaba ya tarde para el funeral y que más valía que él entrase alguna vez a rezar en la iglesia en vez de quedarse en la puerta pidiendo limosna.

Sacudió la cabeza, se colgó la manta,  se ciño el puchero y bajó los tres escalones que le separaban de la calle. Por la acera vio venir a varias personas muy arregladas que, sin duda, debían venir al funeral que había dicho el cura. No se detuvo ni cambió de idea, aunque por todos era sabido que las personas que estaban de duelo eran más propensas a la caridad.


Se encaminó hacia la plaza, aunque todavía era muy temprano para ocupar su banco. Caminaba cansino arrastrando los pies y su mente vagaba en un limbo de sensaciones indefinidas como cuando iba a ser presa de una de sus crisis vilentas. De pronto, se paró en seco. En su cabeza resonaron las palabras medio susurradas por el curita siempre pulido, y una fuerza irresistible le obligó a volver sobre sus pasos y subir atropelladamente las escaleras del templo.

Una pareja entraba apresurada porque el funeral ya había empezado. Fermín se quedó, de pie, junto a la pila del agua bendita. La iglesia estaba iluminada por varias lámparas que colgaban del techo y por los últimos rayos del sol que atravesaban  unos vitrales ojivales que tamizaban la luz convirtiéndola en destellos multicolores.

La iglesia tenía una amplia nave central que estaba flanqueada por dos pasillos con vocación de naves laterales. Dos hileras de bancos de madera dejaban un pasillo central que llegaba hasta el presbiterio, que presidía el conjunto, al que se accedía por cinco amplios escalones sobre los que descansaba una gruesa alfombra de nudo español.

El curita, delante del atril del lado del evangelio, había terminado de leer las sagradas escrituras y empezó su homilía.

A Fermín, hacía mucho tiempo, que no le interesaba lo que decían los curas y no prestó demasiada atención a lo que decía, mientras observaba las imágenes de San Eulogio y de la Virgen del Carmen que presidían el retrablo de estilo barroco,  y un cristo crucificado que era una burda imitación de Gregorio Fernández que estaba en el altar que tenía a su derecha. La voz del curita se hizo más sonora:

- El servicio a los pobres es esencial en la fe cristiana, no es opcional. Creer en Jesucristo lleva consigo ofrecer a los demás la esperanza que nos anima...

Le pareció interesante lo que estaba diciendo el curita que le empezó a parecer más simpático.

- Como decía San Pablo en su carta a los Corintios, “los miembros del cuerpo que consideramos más débiles son los más necesarios, y  a los que consideramos menos nobles los rodeamos de especial cuidado. Dios mismo distribuyó el cuerpo dando mayor honor a lo que era menos noble, para que no haya divisiones en el cuerpo, sino que todos los miembros se preocupen los unos de los otros”. Así nosotros, debemos cuidar de los miembros más necesitados de nuestra comunidad; los más indecorosos deben ser los que reciban nuestras mayores atenciones....

- ¡Yo soy ese! ¡Yo soy el más indecoroso y el menos noble de todos! ¡A mí es el que debéis ayudarme!

Todos se volvieron hacia el mendigo que avanzaba por el pasillo central levantando los brazos y dando grandes gritos. El cura paró su alocución y no supo qué decir. Mientras, Fermín seguía avanzando repitiendo su letanía de peticiones y su imagen recordaba la figura de los antiguos profetas bíblicos.

Cuando estaba a punto de llegar al altar mayor, un hombre que ocupaba uno de los primeros bancos, se levantó y se dirigió hacia él con mucha deferencia.

- Por favor, estamos en la casa del Señor, no es el sitio de organizar escándalos...

- ¡Yo soy el más innoble y el más indecoroso! ¡Es a mí a quien tenéis que ayudarme! ¡Lo ha dicho el cura!

Dos hombres más se unieron al primero y entre los tres lograron detener al pordiosero que no cejaba en su idea de llegar junto al cura, que permanecía paralizado delante del atril sin atreverse a interenir.

En el forcejeo, el puchero de Fermín se le desató y rodó por las losas de piedra hasta chocar con uno de los bancos. Los trozos ennegrecidos por el humo se esparcieron por el suelo en mil pequeños pedazos entre los que sólo se podía identificar el asa que había quedado, milagrosamente, intacta.

- ¡Mi puchero! ¡Habéis roto mi puchero!

Se desplomó en el suelo y entre los tres hombres lograron arrastrarlo hasta la calle para dejarle sentado en el escalón que habitualmente ocupaba.

Don Cosme, en el confesonario, rezaba las vísperas en su breviario. Con el tumulto levantó la cabeza y vio cómo sacaban a Fermín de la iglesia. Movió la cabeza con resignación, pero como vio que todo volvía a la normalidad, continuó con sus plegarias.

Mientras salían, los demás fieles que habían asistido estupefactos al incidente, se miraban unos a otros sin decir nada. Sólo una mujer se atrevió a decir algo sobre la poca vergüenza que tiene hoy la gente, y otro corroboró que ya ni en la casa de Dios se guardan las composturas.

Fuera, Fermín lloraba su inestimable pérdida.

- ¡Mi puchero... mi puchero..!

-Ahora sí, se había quedado ya... sin nada.

miércoles, 8 de junio de 2011

EL TEATRILLO DE AUTÓMATAS DE JOSÉ GUTIÉRREZ SOLANA

Conocí a don José allá por el año 1918 en el Café Pombo, en el número 4 de la calle Carretas de Madrid. Siempre presumí de su amistad y tuvo gran influencia en mi carrera literaria, pero nunca pensé que nuestro encuentro había sido tan importante para él. 

Sentado en un velador junto a la ventana y ante un café que se hacía eterno y que terminaba irremediablemente helado, pasaba yo las tardes observando a los artistas que se reunían todas las semanas en la tertulia de don Ramón. Había vuelto del pueblo con la ilusión aún virgen de llegar a ser un gran escritor y por mi natural apocado y un tanto huraño, sólo me atreví a dirigirme a él después de haber cruzado algunos rutinarios y corteses saludos. Era ya un pintor famoso y, sin embargo, no era engreído y siempre se mostraba campechano con todos. Yo conocía que en sus años de niño había pasado grandes temporadas en Cantabria como yo.

Un día que don Ramón estaba de viaje y la tertulia se anuló, me atreví a invitarle  a merendar. Café con un suizo y un vaso de agua para cada uno. Se acercó el camarero con su bandeja redonda y reluciente y colocó el servicio después de limpiar afanosamente el mármol de la mesa. Nos quedamos solos, frente a frente, y se interesó por mi vida.

Le conté cómo quedé huérfano muy niño y tuve que trasladarme a la casona de mis abuelos en un pequeño pueblecito muy cerca de Santillana del Mar. Mis pocos años, los desvelos de mis abuelos, sus mimos y regalos hicieron que llegase a olvidar la falta de mis padres. Recordaba aquel caballo de cartón, que bauticé “Clavileño”, montado sobre una plataforma con ruedas que era mi trasporte favorito para recorrer las grandes salas de la casa. El detalle del caballo pareció captar su atención que hasta entonces había sido más cortés que realmente interesada. 

Los sábados por la tardes, continué,  mis abuelos se vestían para recibir la visita de los vecinos. En verano se formaba la tertulia en el porche de la casa, entre el dulce olor de las petunias y el agreste de la hierba recién segada en los prados, esperando ser rocogida en la pajera. La reunión se trasladaba junto a la chimenea del salón, cuando el otoño alfombraba el paseo de la alameda y el suelo del hayedo con las pinceladas ocres, marrones y doradas que caían de los árboles. 

Mi mente, sin quererlo,  me había trasportado casi físicamente a mis años de niño. Él también parecía estar ensimismado en sus recuerdos. 

En la tertulia, recordé, participaban todos, aunque solía terminar dividida en dos, con los hombres y las mujeres cada unos por su lado. Mi abuela les obsequiaba con unas rebanadas de pan, horneado por la mañana, untadas con mantequilla blanca y cremosa, que también se fabricaba en casa... 

- Yo también recuerdo mis despertares con el aroma crujiente del pan reciten sacado del horno, comentó mientras parecía saborear el pan tierno que ya casi creía olvidado.

Respeté sus añoranzas guardando unos segundos de pausa y seguí con mi narración: Cuando se celebraba algún cumpleaños preparaba una quesada y dulce de manzana. Mi abuela siempre vestía de negro, pero no se le caía de la mano un abanico verde con un borlón rojo con el que accionaba y utilizaba más como puntero que para abanicarse. De su cuello colgaba la llave de la alacena en una cadena de oro que había heredado de su suegra.

Realmente había logrado captar su curiosidad, porque se interesaba por los minuciosos detalles con que me gustaba adornar mi relato, según me había enseñado mi preceptor de literatura.

El abuelo, seguí contando, que fue escribiente en la Oficina de Abastos, usaba pajarita y su gesto adusto no era reflejo de su buen carácter. Le gustaba leer y sobre la cómoda solía dejar “El Quijote” que debía haber leído más de cien veces. Algunos días me sentaba en sus rodillas y me leía algún pasaje. A mí, el que más me gustaba era cuando el posadero le armaba caballero andante.

Para recibir las visitas me ponían un guardapolvos blanco y unas zapatillas con pompones rojos. Era la única forma de ocultar mis ropas que siempre tenía sucias de revolcarme por los prados.

Le hable de las grandes cortinas verdes y de la alfombra de nudo español del zaguán de entrada, y se le humedecieron los ojos cuando le hable de un cuadro de músicos que yo llamaba el “Trio calavera” en el que unos esqueletos tocaban la trompeta, pero no quiso darme ninguna explicación y disimuló quejándose del humo de un cigarro que llegaba de la mesa de al lado...

Al año siguiente me encontré con él en Chinchón. Había llegado en tren y estaba tomando notas para su obra que después tituló "La España negra" y que publicó al año siguiente. Llevaba una cuaderno de tapas negras donde iba tomando apuntes. Era verano, los hombres estaban en plena campaña de la trilla en las eras y se celebraban las fiestas patronales. También tomó apuntes para su cuadro de tarde de toros en Chinchón.


Ese mismo año Fui testigo de cómo Gutiérrez Solana iba tomando apuntes para pintar su célebre cuadro “La tertulia del Pombo” que regaló a su amigo Ramón Gómez de la Serna. Después llegaría la guerra civil; le acompañé hasta Valencia y después seguí sus peripecias hasta que llegó a París. No volvimos a vernos hasta que él regresó a Madrid en el año 1939. Fueron un par o tres ocasiones. En estos encuentros el tema de conversación se centraba siempre  en nuestros recuerdos de niñez en Santander, y  sólo en estas conversaciones se atrevía a afrontar el doloroso recuerdo de la temprana muerte de su padre y la enfermedad mental de su madre. Posiblemente el amable relato de mis recuerdos era el antídoto para el dolor que le producían los suyos propios. Me contó que su padre había nacido en Méjico y llegó a España para hacerse cargo de una herencia. De allí sólo trajo una caja de música de madera con marquetería, que formaba un Teatrillo de autómatas, compuesta por tres monos; el del centro de pié ante una mesa, practicaba el Juego de "trileros" con dos vasos y una bolita que aparecía y desaparecía. Los otros dos monos eran músicos sentados ante sus atriles y movían sus cabezas y brazos "tocando" sus instrumentos, mientras sonaba la música, lo que se conseguía girando un rodillo con una manivela.

En los años siguientes, fui testigo ocasional de cómo su salud se iba resintiendo paulatinamente y la idea de la muerte se le iba haciendo casi obsesiva. Entonces me mandó recado con un común amigo para que le visitase en su casa y me confesó que le gustaba recordar las vivencias de mi niñez  que,  poco a poco, las iba haciendo propias. Sólo entonces se atrevió a pintar el cuadro que nunca había podido pintar. Sus padres y él mismo en la vieja casona de mis abuelos, con sus ropas, las cortinas verdes, la alfombra de nudo español en el zaguán, el caballo de cartón, el libro sobre la cómoda... Sólo cambió el cuadro de los músicos por el teatrillo de autómatas que había traído su padre de Méjico.

Yo me enteré por los periódicos. Unos meses después de terminar el cuadro moría en Madrid. Era 1945 y había cumplido los 59 años.

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AVE MARIA

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De Schubert. Canta María Antonia Moya, acompañada por el Maestro Alcérreca. 2011. Para escucharlo, pinchar en la image.

LA TARARA

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Canta Maria Antonia Moya. Si quieres escuchar la canción, pincha en la imagen

LOS PELEGRINITOS

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La canción de Lorca, cantada por María Antonia Moya, con imágenes de Lucena (Córdoba) Para escuchar la canción pincha en la imagen.

EN EL CAFÉ DE CHINITAS

EN EL CAFÉ DE CHINITAS
La copla de Lorca, cantada por María Antonia Moya, acompañada a la guitarra por Fernando Miguelañez. 1986. Para escuchar la canción, pinchar en la imagen

VERDE, QUE TE QUIERO VERDE

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Maria Antonia Moya canta el Romance Sonámbulo de Federico García Lorca. Puedes escucharlo pinchando la imagen.

LOS CUATRO MULEROS.

LOS CUATRO MULEROS.
Canta: María Antonia Moya. 1986.Para escucharlo,pinchar en la imagen.

PERFIDIA

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Canta Maria Antonia Moya, acompañada a la guitarra por Fernando Miguelañez. Año 1986. Para escuchar la canción, pincha en la imagen.

PASODOBLE DE CHINCHÓN

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Letra: L.Lezama - Música: Palazón. Canta: María Antonia Moya. 1987Puedes escucharlo pinchando en la imagen

MIS LIBROS DE FICCIÓN. EL AMARGO SABOR DE LAS ROSAS.

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